Tabucchi, Antonio


La muerte, el amor y el irremediable paso del tiempo son el tema común de las 17 cartas, o monólogos, que se escriben dirigidas a otras tantas mujeres por hombres enfermos de amor y nostalgia, extraviados en sus propias vidas que se agotan, protagonista plural y narrador común de Se está haciendo cada vez más tarde (2002) de Antonio Tabucchi (1943), gran escritor italiano, lusófilo y especialista en Pessoa (Sostiene Pereira, Los últimos tres días de Fernando Pessoa).


Adiós, mi querida Amiga, o acaso hasta que nos veamos en otra vida que indudablemente no será la nuestra. Porque los juegos del ser, como sabemos, están prohibidos por aquello que debiendo ser, ya ha sido.

El médico me ha dicho: usted es el clásico caso de homo melancholicus.

... y ves que es la misma sonrisa de hace cuarenta años, de cuando me dijiste: adiós, mañana nos vemos.
Cómo van las cosas, y lo que las guía: una nimiedad.

Y entonces, piensas, tal vez no sea más que una ilusión, una miserable ilusión, que con todo, por un instante, mientras has tocado esa música, ha sido verdadera de verdad. Y sólo por ella has vivido tu vida y te parece que eso confiere un sentido a la insensatez, ¿no crees?

Llega siempre el momento en el que comprendes que la ilusión sucesiva de los días, o su música, ha llegado a su fin. Si era ilusión, es como cuando, en el instante del alba, los contornos de lo real, antes difusos, se ven invadidos por la luz creciente y se vuelven nítidos, cortantes como hojas, y sin remisión. Si era música, es como si las notas de una orquesta, después del movimiento allegro, scherzoso, adagio y allegro maestoso, se volvieran solemnes y se apagaran lentamente: las luces se amortiguan y el concierto ha terminado.

Quisiera realmente escribirte una carta, un día de estos, una carta total, una carta verdadera y total, lo pienso y pienso cómo sería si te la escribiera: estaría escrita con palabras normales y corrientes, ya desgastadas por las muchas personas que las han dicho y casi ingenuas, si bien inflamadas por las pasiones de un tiempo.

Mucho me temo que el tiempo a nuestra disposición se está acabando. Cloto y Láquesis han terminado su tarea, y ahora me toca a mí.


Si el hombre es capaz de nutrir sus ilusiones, ése es todavía un hombre feliz.

Updike, John



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Quirón se acercó al borde de piedra caliza; su casco hizo un ruido estridente. Una piedrecilla cayó ruidosa al abismo. Levantó los ojos hacia la cúpula azul y comprendió que era verdaderamente un gran paso. Sí, seriamente, un gran paso para el que todo el andar de su vida no le había preparado. No era un paso fácil ni un viaje cómodo: costaría toda una eternidad llegar allí, una eternidad como la del yunque siempre cayendo. Se le hundieron los intestinos; le dolió la pierna herida; le pareció que su cabeza no pesaba. La blancura de la piedra caliza atravesó sus ojos. Una ligera brisa lamió su cara al situarse al borde del precipicio. Su voluntad, un diamante perfecto ahora que estaba sometida a la presión del miedo más absoluto, pronunció la palabra definitiva ...

Epílogo
Zeus había amado a su viejo amigo, y le elevó hasta colocarle entre las estrellas como la constelación de Sagitario. Aquí, en el Zodíaco, unas veces por encima y otras por debajo del horizonte, Quirón contribuye a regular nuestros destinos, aunque últimamente hay pocos mortales que miren con respeto al Cielo, y mucho menos aún que se dediquen a estudiar las estrellas.

El Centauro (1963), National Book Award de 1964 en USA, es la tercera de las más de 20 novelas de John Updike (1932), reconocido como uno de los grandes novelistas norteamericanos ("el azote de la clase media"). La novela transcurre en torno a una escuela de Secundaria de una pequeña ciudad de Pensilvania. Quirón, el más sabio de entre los centauros, es aquí George Caldwell, profesor de Ciencias, contrapunto al conocido personaje Harry "Conejo" Angstrom de otras novelas. La agonía y sacrificio del profesor, vencido por la vida y el trabajo, el desencuentro generacional con sus alumnos y su hijo, Peter (Prometeo), a quien intenta transmitir su sabiduría y rescatar de la mediocridad. Autorretrato del propio autor y su iniciación existencial adolescente; su padre fue también profesor en Pensilvania.

Dar la vida para expiar el antiguo pecado. Fue así como Quirón, el más noble de todos los Centauros (mitad caballo mitad hombre), erraba por el mundo sufriendo el agudo dolor que le causaba una herida recibida accidentalmente.
Quirón, pese a no ser culpable de nada de lo ocurrido, fue alcanzado por una flecha envenenada. Sempiternamente atormentado por el dolor, del que jamás podría curarse, el inmortal Centauro deseó la muerte y rogó que ésta le fuera concedida como expiación del pecado de Prometeo. Los dioses escucharon su plegaria, le aliviaron el dolor y le quitaron su inmortalidad. Murió como un hombre cualquiera, y Zeus le colocó como brillante arquero entre las estrellas.
Josephine Preston Peabody, 1897, Old Greek Folk Stories Told Anew.

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Caldwell se dio la vuelta y al volverse recibió en el tobillo el impacto de una flecha. La clase estalló en una carcajada...

Vargas Llosa, Mario

...yo colocaría a Proust, Mann, Joyce… entre los mayores creadores. Lo que quiero decir es que quizá las novelas estén llegando a su fin, porque en el mundo de hoy nos llegan infinitas imágenes e historias directamente a casa. Dudo mucho de que tengamos otro Proust, otro Faulkner. Los grandes maestros contemporáneos escriben de manera breve. Fíjese en Kafka, lo fragmentario que es. Hoy Shakespeare sería un guionista.¿Y quiénes serían los novelistas de hoy día? Hmmmm, es muy difícil contestar a esa pregunta. Creo que Mario Vargas Llosa lo es. "La fiesta del chivo" es indudablemente de las mejores novelas de hoy...dice George Steiner en entrevista publicada hoy en EPS.

En La verdad de las mentiras (1990, 2º ed. en Alfaguara, 2002), Vargas Llosa reúne ensayos independientes que analizan novelas y relatos aparecidos en el siglo XX. Aunque, desde luego, faltan muchos autores y títulos imprescindibles para hacerse una idea cabal de la narrativa escrita en ese siglo, creo poder asegurar que, en la arbitraria selección incluida en este libro -pues no responde a otro criterio que a mis preferencias de lector-, se vislumbra la variedad y riqueza de la creación novelesca en el siglo que hemos dejado atrás... Aunque es verdad que el XIX -el siglo de Tolstoi y Dostoievski, de Melville y de Dickens, de Balzac y Flaubert- merece con toda justicia haber sido llamado el siglo de la novela, no es menos cierto que el siglo XX lo fue también, gracias a la ambición y la audacia visionaria de unos cuantos narradores de distintas lenguas y tradiciones capaces de emular a quienes habían llevado tan alto las cimas de la novela. El puñado de ficciones materia de este libro prueba que, pese a las profecías pesimistas sobre el futuro de la literatura, los deicidas merodean aún por la ciudad fabulando historias para suplir las deficiencias de la Historia.

En una sociedad cerrada la Historia se impregna de ficción, pasa a ser ficción, pues se inventa y reinventa en función de la ortodoxia religiosa o política contemporánea, o, más rústicamente, de acuerdo a los caprichos de los dueños del poder.
Los hombres no viven sólo de verdades, también les hacen falta las mentiras: las que se inventan libremente, no las que les imponen; las que se presentan como lo que no son, no las contrabandeadas con el ropaje de la historia.
Por sí sola, ella es una acusación terrible contra la existencia bajo cualquier régimen o ideología: un testimonio llameante de sus insuficiencias, de su ineptitud para colmarnos... Las mentiras de la literatura, si germinan en libertad, nos prueban que eso nunca fue cierto. Y ellas son una conspiración permanente para que tampoco lo sea en el futuro.

Los autores reseñados, por orden alfabético, son: Bellow, Böll, Breton, Camus, Canetti, Carpentier, Conrad, Dinesen, Dos Passos, Faulkner, Fitzgerald, Frisch, Grass, Greene, Hemingway, Hesse, Huxley, Joyce, Kawabata, Koestler, Lampedusa, Lessing, Malraux, Mann, Miller, Moravia, Nabokov, Orwell, Pasternak, Solzhenitsin, Steinbeck, Tabucchi, Woolf.

Walser, Robert


Aparece Robert Walser en las novelas de Enrique Vila-Matas como un personaje más.


En Walser, el discreto príncipe de la sección angélica de los escritores, pensaba yo a menudo. Y hacía ya años que era mi héroe moral. Admiraba de él la extrema repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda esperanza de éxito, de grandeza. Admiraba su extraña decisión de querer ser como todo el mundo cuando en realidad no podía ser igual a nadie, porque no deseaba ser nadie, y eso era algo que sin duda le dificultaba aún más querer ser como todo el mundo. Admiraba y envidiaba esa caligrafía suya que, en el último periodo de su actividad literaria (cuando se volcó en esos textos de letra minúscula conocidos como microgramas), se había ido haciendo cada vez más pequeña y le había llevado a sustituir el trazo de la pluma por el del lápiz, porque sentía que éste se encontraba “más cerca de la desaparición, del eclipse”. Admiraba y envidiaba su lento pero firme deslizamiento hacia el silencio.

Volví a acordarme de Walser y de su casi permanente estado de sonambulismo. Un ser disociado de la vida común, destilando en soledad una literatura originalísima. Un hombre sin ambiciones... Un hombre modesto, conocedor a fondo de lo que era realmente retirarse y desaparecer de verdad. Alquien que seguramente sólo deseaba decir sus verdades sencillas antes de hundirse en el silencio.
Un asombroso escritor que narraba con una absoluta y extrema ausencia de intención.
Un creador que escribía para ausentarse.
En otros días, yo le veía a él como un personaje literario, no como un escritor ni como una persona que hubiera pasado realmente por este mundo... Pero en vida Walser sí tuvo sensaciones y oído, escuchaba perfectamente el silencio, y es probable incluso que advirtiera (aunque sólo fuera de lejos) que se estaba dando una pequeña fractura o revolución en la literatura, que se estaba produciendo la desarticulación del gran estilo clásico.
El arte de Walser fue ante todo el arte de desvanecerse. Su estrategia, por más que él con sus textos levantara acta de la disgregación de la totalidad y del eclipse del sentido, consistía en no imitar el desorden y dedicarse sigilosamente a ser visto sólo lo imprescindible y a tratar de desaparecer llamando la atención lo menos posible.
Doctor Pasavento (2005)

Esos personajes subalternos, esa ética de la subordinación, unen a Borges con Robert Walser, el autor de "Jakob von Gunten", esa novela que es al mismo tiempo un diario de memorable arranque.
El mal de Montano (2002)





Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es decir que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito...

La marginación, hermano, no existe, ya que en este mundo tal vez no haya nada, absolutamente nada digno de desearse. Y, no obstante, has de tener aspiraciones, y hasta diría que apasionadamente. Aunque para no consumirte de deseos, métete esto en la cabeza: no existe nada, nada a lo cual valga la pena aspirar. Todo está podrido.

La masa es el esclavo de nuestro tiempo, y el individuo, el esclavo de la grandiosa idea de la masa. Ya no hay nada bello ni excelente. Lo bello, lo bueno y lo justo has de soñarlo tú mismo. Dime, ¿sabes soñar?
Jakob von Gunten (1909)


En Walser pensaba yo a menudo. Me gustaba la ironía secreta de su estilo y su premonitoria intuición de que la estupidez iba a avanzar ya imparable en el mundo occidental. Me intrigaba la gran originalidad de sus relaciones con el mundo de la conciencia. Y siempre había encontrado infelices pero muy bellos sus melancólicos paseos alrededor del manicomio de Herisau, donde, remedando el destino de Hölderlin, estuvo internado durante veintitrés años, hasta el final de sus días. Desde que entrara en el manicomio de Herisau hasta que murió, no había escrito una sola línea, se había apartado radicalmente de la literatura. Murió en la nieve, un día de Navidad, mientras caminaba por los alrededores de aquel sanatorio mental. Se ha dicho de él que es el poeta más secreto de todos, y seguramente esto se aproxima a la verdad, pues para Walser todo se convertía por entero en el exterior de la naturaleza y lo que le era propio, más íntimo, lo estuvo negando a lo largo de toda su vida. Negaba lo esencial, lo más hondo: su angustia. Tal como él mismo decía en su novela Jakob von Gunten, disimulaba su desasosiego “en lo más profundo de las tinieblas ínfimas e insignificantes”.

Me puse a recordar a Seelig, que se había carteado con Walser, quien había accedido finalmente a que le visitara en el manicomio, de ahí salió ese documento admirable que es Paseos con Robert Walser.
Entre todos los escritores suizos, le parecía el personaje más peculiar y el escritor más original, y quiso tender una mano a ese autor que aparecía citado en los Diarios de Kafka. Lo que no sabía Seelig era hasta qué punto su protegido Walser era un escritor inmensamente original.
Vuelves a mirar a ese jardín que fue el último que vio Kafka, y le oyes decir a la señora: 
-Vivimos no para vivir, señor Walser, sino para ya haber vivido, para ya estar muertos.

Sé feliz, querido hermano, proponte una meta, aprende y, de ser posible, haz algo bueno y hermoso en favor de alguien.