Yourcenar, Marguerite

En los cuadernos de notas a sus Memorias de Adriano (1951), Marguerite Yourcenar nos confiesa que "este libro fue concebido y después escrito, en su totalidad, o en parte, bajo diversas formas, en el lapso que va de 1924 a 1929, entre mis veinte y mis veinticinco años de edad. Todos esos manuscritos fueron destruidos y merecieron serlo... En todo caso, yo era demasiado joven. Hay libros a los que no hay que atreverse hasta no haber cumplido los cuarenta años".
Tras superar algún periodo de "hundimiento en la desesperación de un escritor que no escribe", finalmente retoma el proyecto de "reconstruir desde adentro lo que los arqueólogos del siglo XIX han hecho desde afuera".

Una de las mejores formas de recrear el pensamiento de un hombre: reconstruir su biblioteca.

Si decidí escribir estas Memorias de Adriano en primera persona, fue para evitar en lo posible cualquier intermediario, inclusive yo misma. Adriano podía hablar de su vida con más firmeza y más sutileza que yo.

El emperador Adriano ("si ese hombre no hubiera mantenido la paz del mundo y no hubiera renovado la economía del imperio, sus venturas y desventuras personales interesarían menos"), anciano y ya moribundo, repasa su vida en una larga carta dirigida al joven Marco, su elegido sucesor, en la que trasmite sus ideas y enseñanzas:

... Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz... Amo mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios.
...
Humanitas, Felicitas, Libertas: no he inventado estas bellas palabras que aparecen en las monedas de mi reinado. Cualquier filósofo griego, casi todos los romanos cultivados, se proponen la misma imagen del mundo... Me alegraba de que nuestras vagas y venerables religiones, decantadas de toda intransigencia o de todo rito salvaje, nos asociaran misteriosamente a los más antiguos sueños del hombre y de la tierra, pero sin vedarnos una explicación laica de los hechos, una visión racional de la conducta humana. Me placía, por fin, que aquellas palabras de Humanidad, Libertad y Felicidad no hubieran sido todavía devaluadas por un exceso de aplicaciones ridículas...

Cuando hayamos aliviado lo mejor posible las servidumbres inútiles y evitado las desgracias innecesarias, siempre tendremos, para mantener tensas las virtudes heroicas del hombre, la larga serie de males verdaderos, la muerte, la vejez, las enfermedades incurables, el amor no correspondido, la amistad rechazada o vendida, la mediocridad de una vida menos vasta que nuestros proyectos y más opaca que nuestros ensueños -todas las desdichas causadas por la naturaleza divina de las cosas.
Tengo que confesar que creo poco en las leyes. Si son demasiado duras, se las transgrede con razón. Si son demasiado complicadas, el ingenio humano encuentra fácilmente el modo de deslizarse entre las mallas de esa red tan frágil...
Los pueblos han perecido hasta ahora por falta de generosidad: Esparta hubiera sobrevivido más tiempo de haber interesado a los ilotas en su supervivencia; un buen día Atlas deja de sostener el peso del cielo y su rebelión conmueve la tierra. Hubiera querido hacer retroceder, evitar si fuera posible, ese momento en que los bárbaros de fuera y los esclavos internos se arrojarán sobre un mundo que se les exige respetar de lejos o servir desde abajo, pero cuyos beneficios no son para ellos. Me obstinaba en que el más desheredado de los seres, el esclavo que limpia las cloacas de la ciudad, el bárbaro hambriento que ronda las fronteras, tuviera interés en que Roma durara.
Dudo de que toda la filosofía de este mundo consiga suprimir la esclavitud; a lo sumo le cambiarán el nombre.
...
Parte de nuestros males proviene de que hay demasiados hombres vergonzosamente ricos o desesperadamente pobres.

El último y poético párrafo final de la carta-novela, traducida al español por Julio Cortázar, dice así:
Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver... Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos...
(Dejo Opus Nigrum para otra entrada sobre Yourcenar.)

Zweig, Stefan

Sintió a la muerte y sintió un amor inmortal: algo le atravesó el alma y pensó en aquella mujer invisible, etérea y apasionada como el recuerdo de una lejana melodía.

Así termina la Carta de una desconocida (1927), relato sobre el que Max Ophüls realizó la famosa película, una de las cumbres del melodrama romántico, protagonizada por Joan Fontaine (Rebecca). Y, sin embargo, quien haya leído la novela pensará que la joya cinematográfica no es una representación completamente fiel del amor obsesivo que la mujer autora de la carta siente y padece desde su adolescencia por un pianista bohemio y mujeriego que apenas se acuerda de ella. Esta novela corta es uno de los ejemplos de la excelencia narrativa de Zweig.


Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Sólo un libro que se mantiene siempre, página tras página sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última línea sin dejarle tomar aliento, me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos, los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles, que les quitan tensión y les restan dinamismo.

Stefan Zweig fue uno de los más grandes escritores del siglo XX, de los más conocidos en alemán y muy leído en los años 20 y 30, aunque después algo olvidado. Vienés de familia judía acomodada, aunque la religión judía no formó parte de su educación, sus libros fueron prohibidos en 1936 por la Alemania nazi. Tras el inicio de la guerra se traslada a París y poco después a Inglaterra, donde se le concede la ciudadanía británica. En 1941 se establece en Brasil. En febrero de 1942 se suicida junto a su segunda esposa, Charlotte Altmann. Después de la caída de Singapur creían firmemente que el nazismo se extendería a todo el planeta.

Creo que es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra.

Una de sus obras más conocidas y celebradas es Momentos estelares de la humanidad (1929), sobre la que trabajó durante más de veinte años. Retrata lo que denomina 12 miniaturas históricas, donde narra con su habitual maestría acontecimientos de la historia mundial que desde su punto de vista tuvieron especial trascendencia:
  • La huida hacia la inmortalidad, sobre Núñez de Balboa y el descubrimiento del Pacífico (1513).
  • La conquista de Bizancio (1453).
  • La resurrección de Händel (1741).
  • El genio de una noche, “La Marsellesa" (1792).
  • Aquel minuto en Waterloo (1815).
  • La elegía de Marienbad – la creación poética más significativa de Goethe (1823).
  • El descubrimiento de Eldorado (1848), con el relato de la vida de J.A. Suter, el verdadero dueño de California.
  • Momentos heroicos, Dostoiewski, San Petersburgo (1849).
  • Las primeras palabras a través del océano, Cyrus W. Field, 28 de julio de 1858.
  • La huida hacia Dios, Epílogo al drama incompleto de León Tolstoi “La luz que brilla en las tinieblas”.
  • La hazaña del Polo Sur, Capitán Scott (1912).
  • El tren de libre circulación, Lenin camino de Moscú (1917).
Así comienza Zweig la introducción a estos doce relatos históricos:

El verdadero artista lo es sin duda sin interrupción a lo largo de las veinticuatro horas de su vivir cotidiano pero lo esencial y perdurable de sus éxitos se da en esos breves y raros momentos en que recibe el divino soplo de la inspiración. Otro tanto acontece con la Historia. Admirada como egregia artista y fiel cronista de todos los tiempos, no cabe contemplarla en continua acción creadora.
Goethe le da el respetuoso apelativo de “escenario de la misteriosa obra de Dios”...

(Amok, El jugador de ajedrez o las recientemente reeditadas por El Acantilado La impaciencia del corazón y La curación por el espíritu: Mesmer, Baker-Eddy, Freud merecerían ser comentadas en otras entradas.)