Coetzee, John Maxwell


Goza de buena salud, tiene la cabeza despejada. Por su profesión es, o mejor dicho, ha sido un erudito, y la erudición todavía ocupa, bien que de manera intermitente, el centro mismo de su ser. Vive de acuerdo con sus ingresos, de acuerdo con su temperamento, de acuerdo con sus medios emocionales. ¿Que si es feliz? Con arreglo a la mayoría de los criterios él diría que sí, cree que lo es. De todos modos, no ha olvidado la última intervención del coro en Edipo rey. No digáis que nadie es feliz hasta que haya muerto.

Tendría que dejarlo de una vez por todas, retirarse, renunciar al juego.  ¿A qué edad, se pregunta, se castró Orígenes? No es la más elegante de las soluciones, desde luego, pero es que envejecer no reviste ninguna elegancia. Es mera cuestión de despejar la cubierta, para que uno al menos pueda concentrarse en hacer lo que han de hacer los viejos: prepararse para morir.

Es la trituradora de las habladurías, piensa, que no para de funcionar de día ni de noche, y que hace trizas cualquier reputación. La comunidad de los rectos, de los que tienen toda la razón, celebra sesiones en cada esquina, por teléfono, a puerta cerrada. Murmullos maliciosos. Schadenfreude. Primero, la sentencia; luego, ya vendrá el juicio.

Desgracia (1999)


La prosa de J.M. Coetzee (1940) es directa, sencilla, limpia; disecciona con frialdad las contradicciones y deseos más ocultos de sus protagonistas. Pero su tema más recurrente es el abuso de poder, del que nadie es inocente, ni los individuos ni los diversos colectivos. Todos de algún modo abusamos de los más débiles, especialmente de los animales, como nos detalla su alter ego Elizabeth Costello, ficticia escritora australiana que reflexiona -en La vida de los animales (1999), también aparece en Hombre lento (2005)- sobre los principios morales, la lucha por esos principios y las propias dudas sobre ellos, el mal, la sexualidad a lo largo de toda la vida, el lenguaje, la vejez, el vegetarianismo, las tropelías diversas del ser humano con su medio y consigo mismo... 
El sudafricano Coetzee, residente ahora en Australia, nacionalidad que también ha adoptado, es reconocido como uno de los mejores escritores vivos en el mundo anglosajón, dos veces premio Booker y el Nobel en 2003.

Una manera de dividir las religiones es entre las que consideran el alma como un ente perdurable y las que no creen tal cosa. En las primeras, el alma, eso a lo que el yo llama "yo", sigue existiendo por sí misma tras la muerte del cuerpo. En las otras, el "yo" deja de existir por sí mismo y lo absorbe un alma mayor...
Sin duda el teólogo, como teórico de la vida ultraterrena, replicará que la clase de amor que experimentaremos en el más allá resulta incognoscible desde esta vida temporal, de la misma manera que es incognoscible la clase de identidad que tendremos y nuestro modo de asociación con otras almas, y que por lo tanto sería mejor que dejáramos de especular. Pero si en la próxima vida "yo" llevaré una clase de existencia que ahora soy incapaz de comprender, entonces las iglesias cristianas deberían librarse de la doctrina de la recompensa celestial, la promesa de que la buena conducta en la vida presente será recompensada con la dicha celestial en la futura: quienquiera que sea ahora no lo seré entonces.
La cuestión de la persistencia de la identidad es incluso más crucial para la teoría del castigo eterno. O bien el alma en el infierno recuerda una vida anterior -una vida mal empleada- o bien no la recuerda. Si carece de tal recuerdo, entonces la condenación eterna debe de parecerle a esa alma la peor, la más arbitraria injusticia en el universo, prueba irrefutable de que el universo es maligno. Solo el recuerdo de quién fui y de cómo pasé mi tiempo en la tierra permitirá esos sentimientos de remordimiento infinito de los que se dice que son la quintaesencia de la condenación.

Diario de un mal año (2007)

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